“La tercera vez
que Jesús se apareció a sus discípulos, luego de haber resucitado, habló con
Pedro y le dijo:
“-Simón hijo de Juan, ¿me quieres
más que éstos? Él le responde: -Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dice: -Apacienta mis corderos. Le
pregunta por segunda vez: -Simón hijo de Juan, ¿me quieres? Él le responde: Sí,
Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le
dice: -Apacienta mis ovejas. Por tercera vez le pregunta: -Simón hijo de Juan,
¿me quieres? Pedro se entristeció de que le preguntara por tercera vez si lo
quería y le dijo: -Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero. Jesús le
dice: -Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro, cuando eras joven, tú mismo te
vestías e ibas a donde querías; cuando seas viejo, extenderás las manos, otro
te atará y te llevará a donde no quieras." (Juan 21, 15-18)
Los inocentes son
apartados de aquel grupo de personas.
Estamos en una
cueva únicamente iluminada por Tu luz.
Tú, Grande entre
todos, que nos has hablado y
nos has
preguntado si te amos, te hemos dicho que sí.
Indicas que
paciencia hay que tener para calmar.
Tú, Grande entre
todos, te arrodillas en la tierra para llegar a nosotros,
la cueva se te
hace muy pequeña.
Veo tus pies,
calzado sencillo, ropa blanca como la nieve.
Recoges conmigo
las ramitas de trigo,
comparto contigo
lo que he recogido.
Organizas todo y
luego haces el árbol de la vida
que está formado
por el producto de la siega de trigo, como has dicho:
"Dichosos
los que lavan sus vestidos,
porque tendrán a
su disposición el árbol de la vida y
entrarán por las puertas en la ciudad." (Apocalipsis,
22)
Haces el árbol en
el techo de la cueva con tanta paciencia,
no se viene abajo
porque, ¿quién piensa que para Dios las cosas no son posibles?
Los inocentes, aunque
asombrados, saben que para Él nada es imposible.
Tu voz es tan
apacible, me has dejado tanta paz, nada logró turbarme aquel día.
Soy testigo fiel
de Tu luz, Tu grandeza, Tu blanco nieve, Tu humildad, Tu compañía,
Tus milagros, Tu
perdón, Tu amor.